¿Cómo vivió el ascenso Alberto López?

"Lo sabían los chinos", que hubiera dicho mi madre si se me hubiera ocurrido preguntarle en aquel verano de dos mil seis si íbamos a subir aquel año; con aquella carita ilusionada de niño bueno que una vez, lo juro, tuve. No guardo consciencia de hacer esa pregunta… creo, que porque no me hizo falta preguntarlo para saberlo. 

Desde que se firmó el descenso en aquel fatídico dos mil cuatro, había crecido lo suficiente como para comprender qué era aquello de estar en Segunda. Había crecido lo suficiente como para anhelar abandonar ese infierno. Había crecido lo suficiente para soñar que era posible. Los dos fracasos de las temporadas anteriores, en los que también había soñado de principio a fin, no hicieron mella en mi espíritu de soñador empedernido. Antes siquiera, de que supiera que aquella liga se iba a llamar Liga BBVA, de que supiera que un tal Mendilíbar nos iba a entrenar, ya juraba que ese era el año —si bien mi palabra ya no tenía ningún valor, tras la ruptura de mis dos juramentos similares los dos años anteriores—. 

Jamás pensé que la cabeza pudiera estar en un sitio distinto del corazón. Y mi cabeza, en ese preciso momento de ese veintidós de abril de dos mil siete, estaba entre dos orejas asediadas por dos auriculares que me traían una voz desde una isla que a mí, en aquel día, se me antojó las puertas del Paraíso. Tenerife… allí donde estaba el corazón. 

Jamás pensé que pudiera saltar tan alto como lo hice con el gol del Eterno Veintiuno, que, como siempre, la puso donde quiso. Lo que el reglamento llama descanso, yo lo llamé infierno. Maldije durante quince eternos minutos el funcionamiento de aquel deporte que no poseía una norma que permitiera acabar el partido a los cuarenta y cinco minutos si el Valladolid iba ganando —un error que, a día de hoy, aún no han corregido—. 

Las voces de Juan Carlos Amón y Paco Izquierdo se colaban por mi radio contándome ese secreto a voces que todos sabíamos y parecíamos no creernos. Ya estaba claro. Tenerife iba a ser el Paraíso. Nuestro paraíso. La cogió Borja y se la dio a Manchev. Y no falló. 

Jamás pensé que pudiera gritar tan fuerte como cuando aquel silbato nos dijo que éramos de Primera. Oía hablar, quizá gritar, a Juan Carlos y a Paco —y seguro que a alguien más— tan exaltados como yo. Recuerdo oír hablar al Gran Capitán comentando algo de una espinita. 

Y entonces todo aquello cobró sentido. Y entonces entendí qué era de verdad aquello que me había empeñado en cantar (que Pucela es de Primera y que adiós, a Segunda adiós). Y entonces entendí que estaba atado aquellas listas blancas y violetas desde antes, mucho antes, de haber nacido. Porque sólo entonces entendí lo que era amar algo. Porque sólo entonces entendí lo que era el orgullo. Porque sólo entonces entendí que los felices también lloran. Porque entonces entendí que el brillo que encontraba en el reflejo de mis ojos en el espejo no era, sino, el orgullo albivioleta. Porque entonces entendí que si resumiera mi vida en una palabra, sería su nombre. Lo saben los chinos.
Artículo de @Albivioleta

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