¿Cómo vivió el ascenso Jesús Domínguez?

Pocas veces me había costado conciliar el sueño tanto como la noche previa, lo cual para un ave nocturna es mucho decir. Una hora, y otra, y otra… fueron cayendo sin la prisa que me hubiera gustado. 

Hacía no tanto había sentido unos nervios y una tensión parejos, aunque a la vez distintos. Mucho tiempo atrás la pelea con mi almohada venía provocada por poder ver a Ronaldo en San Lázaro o a Guardiola en Balaídos. También por mis finales. 

 A decir verdad, aquello era un principio. O amenazaba con serlo. Luego las expectativas se cumplieron, y yo lloré. Vaya si lo hice. Porque así soy. Aparento ser un tipo duro y pausado, pero en el fondo soy un blando saco de nervios. 

A pesar de llevar pocos meses instalado en Valladolid, por entonces llevaba un puñado de partidos como entrenador del equipo en el que jugaban algunos de mis amigos. 

Uno de los mediocentros de ese equipo me había llamado hombre de hielo varias veces. Desde entonces creo que jamás volvió a hacerlo. ¿Cómo llamar así a nadie cuando demuestra tal pasión?

Puede que para muchos sea exagerado. Sonaría a falso tópico decir que “yo, del Valladolid desde pequeñito”, aunque algo de cierto hay. Mi simpatía antes de pisar Pucela no era todavía amor, o si lo era, como aún no había sido correspondido, no lo había notado. 

Yo acabé aquí casi por error. Por una locura, diría. Es posible que mis ansias de huir del lugar en el que me crié me llevasen incluso a ser feliz en pleno corazón de Bagdad. Por suerte no necesité irme tan lejos.

“¿Por qué Valladolid?”, me pregunta todavía hoy quien me conoce. Haciendo honor a mis orígenes, mi respuesta escueta sigue siendo que por qué no. La más extensa, por resumir, es que aquí vivía un buen amigo y fue él quien me animó. 

Recuerdo su cara al decirle que estaba ya instalado, abono en mano, al término del primero de las muchas sesiones a las que asistí de aquel equipo; o mi primera derrota en Zorrilla. 

Las semanas pasaron. También las victorias. El camino se iba haciendo al andar. Aquel equipo era un equipo, como quizá a su manera lo sea el actual. Era tan equipo que daba igual qué ocurriese aquella tarde… o eso creíamos. 

Como si el resultado diese igual, me reuní con mis amigos muy cerca de donde vivía el maestro -en gloria estés, Delibes-. Pero en realidad no nos daba igual. Por más que quedase un mundo, nuestro mundo eran los tres puntos. 

No había televisión. Tocaba, de nuevo, tirar de radio. Hacerlo no era novedad, pero sí el silencio. Un silencio que rompió un gol. Un gol que nos desencajó a todos. Como el segundo. Como el final. 

“Somos de primera”, dije a mi madre, sin ser capaz de articular más palabra. El estruendo de la celebración me hizo colgar. Por el shock caí en la inercia y me dejé llevar, en silencio. 

Yo, que hacía no tanto había celebrado un ascenso a segunda, iba a ver fútbol de primera cada quince días. ¡Cada quince días! Hasta entonces tenía casi que rogar y rezar para poder hacerlo un par de veces al año. 

Con esa idea en mente, sin terminar de creérmela, escribí a la que era mi pareja para citarme más tarde. Al final no nos vimos, y creo que aquello fue el principio del fin, pero entonces –como hoy- me dio igual. 

Plaza Zorrilla. ¡Qué locura! Pontevedra no es Valladolid, del mismo modo que Valladolid no es Pontevedra. Suena a perogrullo, pero eso pensé mientras veía llegar ríos de gente con sed a aquella fuente. 

Me crucé con muchas personas que corrían, que gritaban; que saltaban. Algunos intentaron que me desmelenase con ellos, pero servidor -descendiente de marineros- respeta al agua incluso cuando brota de una fuente. 

Unos pocos intentaron robar al gallego el descrédito, pero tan solo uno lo logró. “Vamos, Jesu, llora, si lo estás deseando…”, dijo el gran Rubo, a quien había conocido en la última Copa del Rey de balonmano. Y lloré. Vaya si lloré. 

Más tarde vinieron más llantos, alegres y tristes; también fruto de nervios. Como es lógico, después de los primeros dejaron de creerme de hielo. Casi mejor. Quien me rodee, que conozca mi lágrima fácil. 

Da igual que los años pasen. Ese momento siempre será especial. En el actual, quizá siga dando sensación de infranqueable, no lo sé. Pero quien me lea, que sepa que cuando los soldados de Djukic asciendan, como entonces, lloraré. Y si Rubo quiere, lo haré de nuevo con él.
Artículo de @JesuDominguez

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